Usando textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, Piper demuestra que la adoración es el fin último de la Iglesia, y que la adoración correcta nos lleva a la acción misionera. Según él, la oración es el combustible de la obra misionera porque se centra en una relación como Dios y no tanto en las necesidades del mundo. También habla del sufrimiento que muchas veces se experimenta en el mundo de las misiones, añadiendo que se trata de un sufrimiento que merece la pena. No se olvida de tratar el debate sobre si Jesús es el único camino a la salvación, y se adentra en la enorme empresa misionera para describir la tarea que tenemos por delante y los medios de los que disponemos para llevar el Evangelio a “todas las naciones”.